Leyenda del volcán
Miravalles. Profesor Ronal Vargas. Junio de 2020 (adaptación de la leyenda maya
“las manchas del jaguar”).
A
una altura aproximada de 2.028 m.s.n.m. se levanta erguido uno de los
cerros más llamativos de Guanacaste, a solo 30 kilómetros de la ciudad de
Bagaces, y nos referimos al majestuoso volcán Miravalles, en cuyas faldas se
levantan hoy las prósperas poblaciones de Guayabo y La Fortuna.
Hace unos 8 mil años se
calcula la última erupción del volcán, expulsando muchos gases y lava,
materiales que fertilizaron con el tiempo las tierras a su alrededor y dieron
origen a múltiples fumarolas, por donde caminaban libres jabalíes, osos,
tapires, dantas, pumas, jaguares, monosy aves multicolores.
En el mapa trazado por el Dr. Alejandro
Frantzius en 1865 se habla, junto al cerro Rincón y el volcán de la Vieja, del
cerro Mogote, que sospechamos sería nuestro volcán Miravalles. A finales del
siglo XIX, en los diarios del padre Zepeda, que por 13 años recorrió estas
montañas en búsqueda de los indios Guatusos, el misionero refiere en su orden
los volcanes “Rincón de la Vieja, Hedionda, Miravalles, Cucuilapa y Tenorio”.
De ahí que algunos crean que el nombre antiguo del volcán era “Cuipilapa”, palabra náhuatl que
significaba “río de varios colores”, y era un término que utilizaron los
indígenas para llamar a los macizos montañosos. Dicho nombre cambiaría a
Miravalles, pues así sería denominada la famosa hacienda de don Crisanto
Medina, uno de los antiguos vecinos de la zona.
Pues, cuentan los ancianos
que hubo un tiempo en que los animales vivían en paz y armonía, sin comerse ni
lastimarse unos a otros, ya que se
alimentaban de hierbas, frutos, granos y raíces de los bosques. De entre todos
los animales, el jaguar destacaba por su hermosa figura y su abrigo de piel
amarilla. Donde quiera que iba, siempre presumía el refulgente color de su
abrigo, por lo que a cada rato lo limpiaba con la lengua, costumbre que han
heredado sus descendientes felinos, caminando siempre impecable entre los
animales.
Una
tarde en que el jaguar jugaba con los monos, en medio del zafarrancho a uno de
los monos se le ocurrió aventarle un caimito muy maduro y ¡zaz!, le pegó de
lleno en el lomo, dejándole una horrible mancha entre morada y oscura que no
pudo limpiar por un líquido blancuzco y pegajoso que del pellejo del caimito
había brotado.
Enojado
porque aquel atrevido mono ensució su lujoso abrigo natural, que consideraba el
mejor traje del bosque, el jaguar le tiró un manazo, aruñándolo hasta desgarrar
su carne. Como le gustó el olor a sangre fresca que brotó de su piel herida, el
felino agarró al mono entre sus mandíbulas y lo arrastró hasta una cueva en el
interior del volcán Miravalles y lo devoró sin piedad, rompiendo la armonía que
hasta entonces reinaba entre los animales.
Gritando
y chillando como nunca antes se les había escuchado, los demás monos corrieron
a acusar al jaguar con el Viejo del Monte, quien imponía el orden de la vida y
la armonía en la selva. Él, prometió castigarlo y con su habitual serenidad
habló por medio del viento a los monos: “Recojan varios caimitos, suban a esos
árboles de guanacaste y cuando pase el jaguar, arrójenle las frutas y así la
piel de la que tanto presume le quedará manchada para siempre. Lo que antes era
su orgullo, ahora será su peor castigo”.
El
Viejo del Monte ordenó a los jabalíes sacar al felino de su escondite en la
cueva. Cuando el jaguar huyó, pasando por debajo del guanacaste, cayó sobre él
una lluvia de caimitos como jamás se había visto, y una fumarola que brotó
junto a la quebrada selló las manchas sobre su piel, echando a perder para
siempre aquel amarillo esplendoroso que le cubría. Desde entonces, toda la piel
del jaguar adquirió unas manchas oscuras que nunca jamás se borrarían.
Enojado
el jaguar juró vengarse, acabando con sus enemigos mortales, monos y jabalíes,
y nunca olvidó lo que le hicieron. Por eso, estos animales son su alimento
preferido. Pero para que le costara trabajo atraparlos, el Viejo del Monte les
hizo nacer una cola a los monos, para facilitarles la huida por las ramas de
los árboles, donde el jaguar no los alcanzaría. A los jabalíes les dio grandes
dientes y una piel gruesa y resistente, ordenándoles que a partir de aquel día
solo anduvieran en manadas, para defenderse mejor de sus depredadores.
Cuentan
que todavía en las noches de luna llena, cuando el aullido de los monos es más
profundo, se escuchan en lo alto del volcán Miravalles los lamentos del jaguar,
reclamándole a la luna por haber perdido el amarillo esplendoroso de su traje
de piel, por culpa de la diabólica alianza entre los jabalíes y los monos, sus
acérrimos enemigos que juró destruir, aunque con su gran astucia estos animales
casi siempre logran escabullirse de su persecución.